Por Priscila Salazar
¿Recuerdas qué fue lo primero que escribiste?
Haz un viaje a tu infancia. O adolescencia. ¿Cuál fue ese primer texto que creaste?
En El Escritorio nos hicimos esta misma pregunta y, al escuchar las respuestas, nos sorprendimos, nos reímos y también nos enternecimos.
Lorena empezó con un poema –en un cuaderno con portada de unicornio plateado– en el que expresaba su frustración de no poder comprar una blusa blanca, bella y blanda.
Gabi nos sorprendió con una obra de teatro –escrita a máquina– en la que unas frutas y verduras que no quieren ser cocinadas inician una revolución.
Néstor hacía cómic de muy pequeño, de adolescente escribía poesía –poemas terribles de amor de niño que no lleva a ninguna parte–, y en su juventud ya escribía novelas existenciales y muy románticas.
Maca era ambiciosa, pues desde el principio aspiraba a escribir sagas de tres o más libros sobre asesinatos, muertes y cosas tenebrosas.
Y yo, lo más remoto que recuerdo haber escrito es un cuento de un héroe inspirado en Indiana Jones.
Entre risas y bromas, todos sentimos algo de vergüenza o grima al leer nuestras primeras creaciones literarias, pero lo cierto es que todo escritor tiene que empezar en algún sitio. Haber guardado esos primeros manuscritos, por más ridículos o irrisorios, ahora nos permite echar la vista atrás y darnos cuenta de todo el camino andado y de cómo hemos mejorado… aun cuando todavía estemos en proceso de seguir aprendiendo y puliendo nuestro oficio.
Lo cierto es que desde niños todos teníamos ya la inclinación y el deseo, y gracias a nuestras circunstancias o a pesar de ellas, nos abrimos camino hacia la escritura. Nos parece maravilloso que de niños nos diéramos permiso para jugar tanto y experimentar.
Tal vez nuestros caminos no fueron los ideales, tal vez habríamos deseado tener mejores oportunidades o mentores. En mi caso, yo no guardo ningún texto de mi infancia y eso me pesa muchísimo. Sobre todo ahora que he retomado mi camino literario, cómo me gustaría poder retroceder en el tiempo y ver la vida a través de esa niñita rara que prefería no salir al patio durante el recreo para quedarse a escribir sus historias. Y sobre todo, lamento mucho que, aunque los adultos que me rodeaban veían que tenía facilidad para escribir, no recibí una formación temprana para seguir desarrollando mi escritura.
Nuestro pasado no siempre es lo que hubiéramos deseado, pero lo que importa es dónde nos encontramos ahora.
Cuando estaba escuchando los escritos de mis compañeros sentí un fuerte deseo de ir a abrazar a esos pequeños autores. No podemos volver al pasado, pero si pudiéramos sentarnos a platicar con esos niñitos, les diríamos que siguieran probando, que siguieran jugando y pasándoselo bien.
Les diríamos que se puede vivir de escribir, que la carrera de escritor es muy amplia y merece la pena explorarla y explorarse.
Les diríamos que no se avergüencen de escribir sobre la cosa más rocambolesca, hilarante, extrañísima y rara que les venga a la cabeza. Que se atrevan a hacerlo todo.
Y a los adultos en la vida de esos niños –y de los que son niños ahora– les diríamos que observen bien y fomenten cualquier habilidad que vean. Que les den la oportunidad de participar en un taller literario, que les acerquen lecturas, que les den palabras de aliento, que les den el espacio para crear. Nunca sabemos lo que una pequeña acción puede significar en la vida de alguien en pleno desarrollo.
Y a ti, querido escritor, escritora que nos lees: todos tenemos que empezar en algún sitio. Nadie nace sabiendo escribir. Está bien preguntar, indagar. Está bien saber que no todo lo que escribas va a ser publicable, pero todo eso que escribas alimentará tu carrera de escritor.
Y ahora cuéntanos: ¿dónde comenzaste tú?, ¿qué fue lo primero que escribiste?
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